La transmisión PowerShift de Ford, concebida como una alternativa ingeniosa al automático tradicional, acabó convirtiéndose en uno de los tropiezos más sonados de la marca. El sistema de doble embrague utilizado en los Focus y Fiesta prometía la eficiencia de un manual con la suavidad de un automático, pero en la vida real se transformó en una fuente inagotable de problemas. Sobre el papel, la propuesta era irresistible; al conducirla, la brecha entre la promesa y la realidad se hacía evidente, con una calibración y un hardware que rara vez parecían ir a la par.

Su mayor defecto fueron los cambios bruscos e impredecibles. Con dos embragues en seco, la caja tendía a sobrecalentarse y a desgastarse con rapidez, lo que se traducía en temblores y retrasos al acelerar. La electrónica no la rescató: errores en el módulo de control calculaban mal el momento de cada cambio. Incluso tras repetidas actualizaciones de software y reparaciones en garantía, los fallos volvían a aparecer al cabo de pocos meses, lo que minaba cualquier confianza a largo plazo.

Otro quebradero de cabeza fueron las alertas frecuentes de la transmisión. En el cuadro de instrumentos surgían mensajes de Check Engine o avisos de fallo, que señalaban a una avería en la unidad de control o al desgaste de los embragues. En muchos casos hubo que sustituir componentes completos, desde el cuerpo de válvulas hasta los solenoides.

La tercera queja habitual apuntaba a ruidos metálicos y a un zumbido a baja velocidad durante los cambios. El desgaste de piezas, la sensibilidad a la temperatura y las fluctuaciones en la viscosidad del aceite hacían de PowerShift una caja inconstante. Finalmente, Ford reconoció las carencias de diseño, pagó compensaciones e inició programas de recompra.

Hoy, PowerShift queda como recordatorio de que la ambición tecnológica puede convertirse en un golpe serio a la confianza del cliente.